«Se me hacía duro aprender a servir habiendo sido enseñado a mandar» Guzmán de Alfarache
Desde el comienzo de los tiempos si hay algo que ha sido capaz de seducir al ser humano por encima de cualquier otra cosa es una cosa: El poder. La idea de alcanzar el poder, el saberse poderoso y con capacidad de decisión, por muy pequeña que sea, es algo que resulta parece estar poniéndose de moda.
La idea de poder se suele asociar, de una manera un tanto equivocada, a la de cambio. El poder para cambiar las cosas que están mal es una idea atractiva pero peligrosa al mismo tiempo. Porque el poder no conlleva por sé el deber de. Suele una alta dosis de discrecionalidad por parte del poderoso o del empoderado. El cómo se ha venido empleando el poder político en España desde hace una década, esto es, con el objetivo de mantenerse en el poder, es un claro ejemplo de ello. Es por ello que resulta conveniente atender al lenguaje que emplean nuevas formaciones, que llevan el poder hasta en su denominación (PODEMOS), y que al igual que las primitivas prometen cambio a través de que les otorguemos poder.
Por el contrario, existe una idea contrapuesta a la de alcanzar el poder y que resulta mucho menos atractiva: La de servir. El servir a los demás, en los distintos sentidos que se le pueden atribuir al verbo servir, es algo que apenas se oye en nuestros días. Quizá por ello no nos demos cuenta de la verdadera capacidad transformadora que tiene el servicio frente al poder. Servir a los demás tiene connotaciones mucho más negativas que ejercer poder sobre los demás, y aunque escucharemos que quieren el alcanzar el poder para servirnos, no debemos olvidar que para servir sólo hace falta voluntad y que como dijo el Papa Francisco, al que tanto aplaudía el líder de Podemos hace unas semanas, “el verdadero poder es el servicio”. Por tanto, no dejemos que se dé la vuelta a la fórmula: no es el poder el que debe servir para el cambio, es el servicio a los demás el que puede cambiar las cosas.