Acababa de cumplir treinta años. Había pasado más de la mitad de los últimos diez años consigo mismo. Cuatro de ellos viviendo solo y los tres últimos prácticamente igual. Pensaba que volver a la vida normal iba a ser una tarea sencilla, que después de tantos años consigo mismo el poder volver a disfrutar de tiempo libre y poder realizarse en otros aspectos vitales sería suficiente para dejar atrás el mal trago que habían significado los últimos tres meses de su vida anterior. Había sido así, en parte.
Ahora podía ir a donde quería o hacer lo que quería sin importar el día o la hora. Pero con una peculiaridad, ello requería adaptarse al horario y las costumbres de los demás. Hasta ahora había sido justo al revés. Adaptarse a un horario o a unas costumbres diferentes no suponía mayores problemas para él. Sin embargo, con el paso de las semanas se daba cuenta de que esos horarios y esas costumbres distaban mucho de lo que él entendía por “habitual”.
No en vano, había pasado los últimos siete años de su vida con un cronómetro colgado del cuello, tratando de ajustar a la décima de segundo todo lo que iba aprendiendo con el paso del tiempo. Había acostumbrado su ser a una precisión suiza y valoraba el tiempo de una manera casi obsesiva.
A medida que pasaba el dichoso tiempo se desesperaba más y trataba de sobreponerse a las circunstancias adversas que no dejaban de presentarse. Entendía que lo extraño era aquello a lo que él estaba acostumbrado y que el mundo tenía un tempo distinto del suyo. Su reto consistía en coger un nuevo ritmo de vida y tratar de olvidar casi todo aquello que para él había sido normal.
Era en esos precisos instantes cuando añoraba la soledad que durante tanto tiempo había sido su única compañía. Lo bueno de la soledad es que sólo te da problemas una vez te has acostumbrado a ella. Él se había acostumbrado a ella que ahora que le tocaba integrarse en la vida mundana dudaba si los equivocados eran los otros y él era el único que tenía razón.