Relato de una tarde de verano

algarroboEra un día caluroso. Los padres de Guillermo dormían la siesta pero él no podía dormir. Su hermano pequeño también dormía y en el apartamento donde habían ido a pasar las vacaciones no había televisión. Guillermo estaba aburrido.
Se asomó al balcón y vio un algarrobo. Un día antes, Abiona, la madre de Óscar, le había enseñado que las algarrobas se podían comer. Guillermo se había quedado muy sorprendido pero había preferido no probarlas. No tenía nada mejor que hacer así que decidió bajar a coger algarrobas. Abrió la puerta y salió escopetado escaleras abajo. Con las prisas olvidó coger las llaves de casa.
Guillermo llegó en un santiamén al algarrobo. Sin embargo, su plan de probar las algarrobas no iba a ser tan fácil de acometer. No alcanzaba ningún fruto. Guillermo era un chico avispado y enseguida empezó a buscar el modo de alcanzar su objetivo.

Primero trató de trepar al árbol. Llevaba unas sandalias de playa y el pie sudado resbalaba sobre la goma de la sandalia. Se cogía a las ramas bajas pero no tenía la fuerza suficiente para impulsarse. Lo intentaba una y otra vez, pero siempre resbalaba. Cuanto más se esforzaba más sudaba, y más difícil le era intentar trepar. Advirtió que no lo conseguiría nunca de esa manera, así que se descalzó.
La corteza del árbol era áspera y le raspaba la piel de sus pies, pero tenía mucho más agarre y podía trepar más fácilmente. Finalmente consiguió encaramarse a una de las ramas y estirando el brazo alcanzó una algarroba.
Con el fruto en sus manos Guillermo frunció el ceño. No era nada apetitoso. Además tenía polvo. Frotó el fruto contra con su camiseta de tirantes después de tirarle el aliento. Pensó que como en los dibujos animados lo hacían con las manzanas, también serviría con cualquier otro fruto. Frotaba fuertemente el fruto pensando que si lo frotaba mucho brillaría tanto como las manzanas de la televisión. Pero por mucho que frotara no conseguía sacar brillo a aquella negra y seca algarroba. Miró a las ramas buscando otras algarrobas, podía ser que la que él tenía era una que estaba en mal estado. Todas eran idénticas.
Con gesto resignado pensó en que había llegado el momento de probarlo. Antes de llevárselo a la boca decidió olerlo, pero sin resultado. Aquello no tenía olor alguno. El día anterior había visto como Abiona le había dado un buen mordisco, pero él no se atrevía a morderlo del mismo modo. No le daba asco, pero tampoco sabía si iba a dárselo el sabor que tenía aquella cosa negra. Finalmente se decidió y lo mordisqueó un poco. Enseguida empezó a escupir lo que se había llevado a la boca. El resultado de la expedición no podía haber sido más nefasto.
Se quedó con el algarrobo en la mano mirándolo y pensando: “Puaj, esto está malísimo”. Acto seguido lo lanzó y se dio la vuelta encaminándose al apartamento. Fue en ese instante cuando advirtió que se había dejado las llaves.

Se detuvo en la acera y pensó que era lo que debía hacer. No llevaba reloj, pero sabía que sus padres y su hermano seguirían durmiendo. No quería despertarles, era un chico al que no le gustaba molestar salvo que fuera absolutamente necesario. En el lugar donde estaban no conocía a casi nadie, y los que conocía no sabía donde vivían, así que no tenía a quien acudir. Detrás del algarrobo había un pequeño cerro que estaba plagado de cactus, ortigas y demás arbustos similares, de ésos que no quieres que te acaricien porque te llevas un mal recuerdo. El cerro era lo suficientemente elevado como para ver el mar desde el lugar donde se encontraba. A Guilllermo le gustaba corretear por todo lo que se pareciera al monte, así que decidió subirse a lo alto y después bajar. Un cerro para un chaval de nueve años con imaginación suficiente puede convertirse en toda una epopeya y allí se encaminó Guillermo.

La cabeza de Guillermo enseguida le encontró la gracia a aquel secarral dejado de la mano de Dios. No había senda alguna y por tanto había que subir dando saltos de claro en claro para no pincharse. Algo que, en realidad, no era nada sencillo puesto que llevaba unas sandalias de Snoopy y un bañador. Nada más. Se había propuesto un reto: sólo podía ir hacia arriba, si bajaba perdía puntos. Así que iba saltando como una rana de claro en claro y haciendo auténticos equilibrios para no pincharse. Alguna raspadura se hacía pero valía la pena pagar ese precio por llegar a la cima con el máximo posible de puntos.
Tal fue el empeño que puso en el último salto antes de llegar a la cima, que, después de que le abandonara la euforia de haber logrado su objetivo sin perder un solo punto, se dio cuenta de que estaba completamente rodeado de zarzas. La alegría y la euforia que le habían impulsado a lo más alto y la satisfacción que había estado experimentado minutos antes empezaban a tornarse preocupación y desesperación. ¿Cómo se había metido en ese claro si era completamente imposible salir de él? Guillermo daba vueltas sobre sí mismo y no veía escapatoria alguna. Pasara por donde pasara sabía que se iba a pinchar. El miedo comenzó a atenazarle y a angustiarle. Su agilidad mental le abandonó y como cualquier niño, y muchos adultos, pronunció la palabra que se pronuncia en momentos de desesperación: Mamá. El hecho de oír de sus propios labios esa palabra incrementó su angustia. Nadie sabía dónde estaba. Se había ido de su casa y cuando sus padres despertaran no le encontrarían, entonces se asustarían y cuando le encontraran se enfadarían con él por haberse escapado. Ya eran dos cosas las que asustaban al pequeño Guillermo. Por un lado la imposibilidad de salir del lugar donde se encontraba. Por otro, la más que probable reprimenda que le caería por hacer el idiota.
Los nervios de Guillermo estaban a flor de piel y ya no se pudo contener más. En lo alto del cerro rompió a llorar y a gritar: “Mamá”. Nadie podía escucharle. Estaba completamente aislado. Era una hora muy temprana de una calurosa tarde de verano dónde sólo a un niño se le ocurriría salir a subirse a lo alto de los cerros. Pasó un buen rato hasta que Guillermo pudo serenarse. Con los ojos inundados en lágrimas y sorbiéndose los mocos el miedo fue desapareciendo dejando paso a la calma y a la razón.

“Si has llegado aquí arriba tienes que poder salir” Empezó a repetirse una y otra vez. Miró detenidamente todos y cada uno de los zarzales que le rodeaban, miraba su altura, su densidad, su tamaño… tenía que ser capaz de recordar cual era el que él había atravesado para llegar al lugar en el que se encontraba. Después de examinarlos detenidamente llegó a la conclusión de que, aunque pareciera imposible, sólo había un lugar por el que podía escapar. Tenía que coger el máximo impulso para poder saltar aquel zarzal. Con los carrillos aún enrojecidos después del sofocón que acababa de pasar, se dirigió al punto que había estudiado, cogió carrerilla y saltó.
Lo que tan sólo dos minutos antes se le antojaba imposible había sido mucho más fácil de lo que pensaba. Una vez superado el obstáculo corrió cerro abajo como alma que lleva el diablo sin pararse un segundo en mirar atrás. Quería llegar al algarrobo a toda costa. Una vez abajo, y resoplando como lo había visto hacer a los atletas en los Juego Olímpicos, pensó: Pues no era para tanto…
Se dirigió al apartamento y vio a su hermano pequeño asomado al balcón, le hizo una seña para que le abriera y subió. Sus padres aún dormían, no habían pasado más de veinte minutos desde que había salido de su casa. Su hermano le preguntó dónde había ido. “Al algarrobo” contestó Guillermo.

Un comentario en “Relato de una tarde de verano”

  1. Muy bonito Guille.
    Impresionante despliegue de verbo para una persona inmersa en otros mundos.
    Sigue tirando de pluma my friend.
    Un abrazo.

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