Habían terminado de cenar hacía unos diez minutos. Eran las doce menos cuarto de la noche del 5 de enero. Como todas las noches del cinco de enero los cuatro primos, miraban fijamente el reloj de péndulo que colgaba de la pared. Estaban absortos, como si el movimiento pendular del reloj que colgaba en la salita de casa de sus abuelos les hubiera hipnotizado. Estaban absortos y a la vez inquietos, sabían que ya no faltaba mucho. La prima mayor intentaba tranquilizar a los más pequeños.
Pasaba el tiempo y al segundo más mayor se le ocurrió una idea:
– ¡Salgamos al balcón! Seguro que les vemos venir volando en sus camellos.
Inmediatamente alguien les quitó la idea de la cabeza, prohibiéndoles a su vez, mirar por las ventanas. El argumento era muy simple:
– Si los camellos os ven se asustarán y no os dejarán los regalos. Tenéis que esperar.
El rostro de los cuatro primos se ensombreció y decidieron aguardar. Volvieron a clavar sus miradas en el reloj de péndulo. Ya sólo faltaban cinco minutos.
Eran niños, y como a todos los niños, les gusta poner a prueba las cosas que les dicen. Así que el tercero tuvo la ocurrencia de mover la cortina a ver si atisbaba algo. Inmediatamente la más pequeña se abalanzó sobre él y le dijo:
– ¡No! ¡Que se pueden ir! Yo no quiero quedarme sin regalos.
Es curioso como interactúan las personas cuando son niños. El más pequeño, que no el más insensato, había abortado la travesura del que era más grande que él.
¡¡DONG DONG DONG DONG DONG DONG DONG DONG DONG DONG DONG DONG!! ¡Din-don! A las doce campanadas del reloj de péndulo les siguió el timbre de la puerta. Los cuatro primos salieron a la carrera por el pasillo hacia el recibidor. No había nada allí, la puerta estaba cerrada. Hacía más frío que en el resto de la casa, y olía a perfume de mujer. Ninguno de los cuatro se paró a preguntarse el porqué de aquello. El segundo de los cuatro se adelantó a su prima mayor y abrió la puerta.
Los cuatro se quedaron clavados y con la boca abierta. ¡El rellano estaba llenos de regalos! La distancia que separaba las dos puertas que había en el cuarto piso era de unos tres metros y de la cantidad de regalos que había no se veía una sola baldosa del suelo. Los reyes lo habían vuelto a hacer. Y ellos no sabían cómo. No era momento para preguntas. Ni siquiera para preguntar que hacía uno de los “mayores” en las escaleras, colocado estratégicamente, para fotografiar ese momento tan memorable, tan grande, y tan intenso. Los cuatro primos en la puerta petrificados y boquiabiertos ante la inmensidad de regalos que habían traído los Reyes Magos.
Había que meterlos en casa, para que una vez, con todos dentro, tanto mayores como pequeños abrieran los regalos. No obstante uno de los primos, no recuerdo cual de los cuatro, en medio del ir y venir de regalos, se preguntó en voz alta:
– Pero ¿los Reyes se habrán llevado todo lo que les hemos dejado en el balcón? Y ¿los camellos se habrán bebido el agua?
Salieron corriendo al ático intrigados y vieron que en efecto los tazones de agua estaban por la mitad, las galletas y el chocolate habían desaparecido. No tan sorprendidos como cuando abrieron la puerta, pero casi igual, los cuatro primos saltaban y elucubraban sobre que Rey habría cogido más comida, o que camello tenía más sed.
Uno de ellos preguntó:
– ¿Cómo es posible que no les hayamos oído llegar? ¡Estábamos al lado de la ventana!
– Los Reyes son Magos, y hacen magia, por eso no les habéis oído llegar, ni entrar en casa, ni tampoco les habéis oído dejar los regalos.
Eran niños, y los niños tienen la virtud de creer en la magia. No ha penetrado en sus cabecitas el escepticismo, ni la incredulidad. Y aunque ciertamente la magia de la que les hablaban los mayores no es real en sí, desde luego es mágico que generación tras generación el seis de enero millones de niños se levanten, o como era el caso de estos cuatro primos, antes de irse a dormir, esperen con la máxima ilusión la breve visita de unos desconocidos, a los que no pueden ver. Unos desconocidos, que paradójicamente, todo lo ven y que les traen regalos o carbón en función de cómo se hayan portado a lo largo del año. Es un engaño mágico que se contagia a los más mayores que en su fuero interno saben del “engaño” pero que lo disfrutan como pocas cosas se pueden disfrutar en esta vida.
Este relato que cuento hoy, es la experiencia que cada noche de Reyes vivíamos en casa de mis abuelos mis primos y yo con toda nuestra familia. Ya hemos crecido y ya sabemos quiénes son los Reyes. No obstante, siempre estaré agradecido a toda mi familia por momentos tan bonitos y mágicos como los que vivíamos año tras año en aquella casa. Son y serán inolvidables y son el motivo de que cada día de Reyes, me acuerde de todos y cada uno de ellos.
La ingenuidad es una de las cosas más mágicas de la niñez. Tierno relato en el que todos podemos sentirnos identificados.
Un saludo.